Ayer me decidí a escribir sobre lo que vivimos en el país,
intentando agarrar ánimo contra el sentimiento colectivo de miedo y auto-censura
en Venezuela.
Luego de muchos días sin poder hacerlo, me acerqué a la
carnicería de costumbre, que siempre sorprende por estar muy bien surtida, para
comprar un poco de carne para guisar —que realmente la aprovechamos para
rendirla como condimento haciendo abundante sopa con verduras que guardamos en
envases congelados para varias comidas— y un poco de carne molida que la
dividimos una mitad para salsa boloñesa para cuando tenemos pasta y la otra
para unas mini hamburguesas caseras, que bautizamos hambu-arepas a falta de pan.
Lo que no era muy de costumbre en esta ocasión era que
siendo dos días después del pago de la quincena, la carnicería y todos los
abastos y comercios alrededor estaban semivacíos, o con muy escaza afluencia de
compradores. Bueno, corrijo, salvo la panadería de la esquina que tenía una
larga cola de compradores —conocida como fila en otros países— con un aprendiz de
policía o miliciano en la puerta, no distinguí bien, con la misión de mantener el
orden entre los resignados, pasivos y entristecidos compradores.
Entre miedo y auto-censura en Venezuela
A la orden, me dijo la señora Rita, la dueña de la
carnicería, con una tímida sonrisa muy practicada, mientras sus ojos intentaban
atraer más compradores, tal vez convirtiendo como por arte de magia a los pocos
transeúntes que pasaban por el frente de su establecimiento, por lo general
siempre muy concurrido.
Luego de hacer el pedido y como para socializar le pregunté:
¿Y cómo va todo?
La señora Rita, sin perder la vista a lo que estaba haciendo, me
responde entre murmullos:
—La cosa esta muy fuerte. Muy difícil para todos.
—Bueno, hay que guapear y tener fe —le
contesté. Fue lo que se me ocurrió decir.
Y en ese preciso momento me doy cuenta que no le había
preguntado el precio de la carne, porque no me quería ilusionar demasiado.
Me susurró: ocho mil quinientos bolos, y sin detenerse como para
que no me arrepintiera, prosiguió: Sí, pero cómo hacemos. ¿Guapear? Ya ha
pasado mucho tiempo. Son muchos años guapeando. ¡Así no se puede! —exclamó—. Ahora la cosa es con las panaderías y en pocos
días de seguro nos tocará a nosotros —me dijo la señora Rita, con una cara de
espanto que movería una montaña.
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Mientras me cobraba la cuenta y para terminar, agregó: Es que ya nadie quiere hacer nada,
nadie quiere participar, ni reclamar, ni manifestar. Ya nadie quiere arriesgar su vida. Ya ni hablar se
puede. ¿Y cómo? ¡Para que le pongan el ojo a uno y digan: ah, esa tiene
una carnicería! Uno ya no sabe quién es
quién.
Entre muchas realidades, que dificultan el ejercicio de la
vida ciudadana en el país, ahora reina miedo y auto-censura en Venezuela.